lunes, 30 de enero de 2017

Inmigración, racismo, mestizaje, identidad: guía para perplejos



¿Es usted racista por querer seguir siendo blanco, católico o español? ¿Es obligatorio alabar el mestizaje? ¿Por qué hay que respetar a las culturas ajenas y, sin embargo, destrozar la propia? Si la inmigración es buena, ¿habrá que fomentarla? Y si es mala, ¿habrá que prohibirla? ¿Qué hacer con los inmigrantes? Integrarlos, sí, pero, ¿qué quiere decir “integrar”? ¿Convertir a alguien en otra cosa que no es? ¿Y si no quiere? Nosotros podemos pesar que nuestra forma de vivir es la mejor, pero ¿podemos imponerles a los demás esa convicción? Son asuntos distintos, pero no distantes, pues hoy aparecen todos a la vez. Proponemos aquí una Guía para Perplejos que, al menos, aportará materiales para un debate sensato.

La afluencia masiva de inmigrantes nos está dispensando una especie de adoctrinamiento no menos masivo. Pocas veces como hoy ha estado el ciudadano tan sometido a un bombardeo ideológico de semejante intensidad. Desde el Gobierno, desde los periódicos, desde las iglesias o desde las aulas, mil voces nos orientan a diario sobre los distintos aspectos del problema, pero, en general, en un sólo sentido: hay que ser tolerante, hay que aceptar al Otro, la inmigración es buena, hay que eludir el racismo, vamos hacia sociedades mestizas y, en fin, el largo etcétera de la Cosmópolis que viene. El discurso es grato, porque tiene un aire de buena voluntad, y a veces convincente, porque guarda cierta coherencia interna. Pero, al mismo tiempo, reposa sobre una tenaz cadena de contradicciones insalvables. Por ejemplo: ¿La inmigración es buena? Pero nadie puede considerar “bueno” que millones de personas se vean obligadas a abandonar sus hogares, sus familias, sus tierras. Entonces, ¿es buena cómo y para quién? Otro ejemplo: ¿Hay que respetar la cultura del prójimo? Claro que sí, pero, entonces, ¿también habrá que respetar la nuestra? ¿Y qué pasa si resulta que no son compatibles? Más ejemplos: ¿Hay que integrar al inmigrante? Bien, pero ¿y si la integración exige renuncias incompatibles con el otro principio, el de respetar su cultura? Una contradicción semejante afecta al concepto de “racismo”, que se usa de cualquier manera y en los sentidos más impropios posibles: ¿Defender la propia identidad es un acto “racista”? Pero entonces, ¿por qué no es racista el prójimo cuando defiende la suya? Todo esto va creando un mar subterráneo de desconcierto y hostilidad por debajo de la benevolencia del discurso oficial.

Que una situación nueva genere tensiones y contradicciones es algo que está en la naturaleza de las cosas. Lo que no es normal es que una sociedad responda a un desafío nuevo con un discurso contradictorios en sí. Una respuesta contradictoria es, por definición, una no-respuesta. Y da la impresión de que eso es lo que está ocurriendo en Europa, en España, con el reto de la inmigración; un reto que no es sólo de carácter socioeconómico, sino que ante todo es un desafío cultural, porque implica la entrada de anchas porciones de población con su propia manera de entender y vivir la vida. ¿Por qué somos incapaces de ofrecer una respuesta coherente al problema? Porque las armas intelectuales con las que tratamos de responder son en sí mismas contradictorias. Estos problemas –quizá no tan nuevos como creemos- nos llegan a nosotros, europeos, cuando ya estamos al final de un camino: primero quisimos convertir al mundo a nuestra fe, luego quisimos someterlo a nuestro dinero y, por último, hemos empezado a pensar que quienes tenían razón eran ellos, y no nosotros. ¿Qué hacer ahora, cuando ellos llegan aquí? ¿Convertirlos a nuestra fe o convertirnos nosotros a la suya? ¿Someterlos a nuestro dinero o poner nuestro dinero a su servicio? Y a todo esto, ¿quién tiene razón?

La inmigración no es buena

Es imprescindible empezar por el principio, por el fenómeno que ha dado lugar a todo este desconcierto: la inmigración. Y de entrada, habría que cuestionar la posición oficial al respecto, a saber, aquella según la cual la inmigración es “algo bueno”. Todos sabemos que las migraciones de pueblos son tan viejas como la humanidad. También sabemos que no pocas naciones se han constituido sobre la base de contingentes de inmigrantes. Y sabemos, en fin, que la inmigración, bajo ciertas circunstancias, puede hacer resucitar a una economía, como acreditaron Francia y Alemania durante los “treinta años gloriosos” de la segunda posguerra mundial. Bien, todo eso es verdad, y el discurso oficial no deja de repetírnoslo para avalar las bondades del fenómeno. Pero lo que hoy estamos viviendo en Europa en general, y en España en particular, tiene poco que ver con las migraciones de pueblos de la estepa eurasiática, con el nacimiento de las naciones americanas o con una reconstrucción de posguerra. Lo de hoy es completamente distinto.

Lo que hoy estamos viviendo es el flujo, desordenado y sin freno, de masas humanas que abandonan su tierra con destino a otras sociedades ya superpobladas. Ese movimiento obedece a una doble causa: el caos social, político y económico de los países pobres, y el señuelo de la prosperidad que los países ricos proyectan en todas direcciones a través de los medios de comunicación. “Doble causa”, y no dos causas distintas, porque en el fondo todo obedece a una sola fuerza: el designio del sistema occidental –un occidente que ya no es geográfico ni cultural, sino económico- de extender por todo el planeta un único modelo de vida, abandonando a su suerte a quienes no sean capaces de incorporarse al proceso, capturando a parte de su población para alimentar la máquina o sometiéndola a un proceso drástico de reducción como el que se predica para el mundo pobre desde los organismos internacionales. Eso es lo que, en realidad, quiere decir “globalización”; ese es el proceso que estamos viviendo desde hace diez, quince años, y eso es lo que hace que el actual fenómeno migratorio sea distinto a cualesquiera otros del pasado. Este proceso es tan intenso, la capacidad de tracción del sistema económico es tan fuerte, que sigue adelante incluso a pesar de los visibles trastornos que ocasiona en el equilibrio social, en la cohesión cultural o en la estructura política de las sociedades de acogida. Y eso, en fin, es lo que significa en el contexto contemporáneo el término “inmigración”.

Desde este punto de vista, ¿cómo pensar que la inmigración es “algo bueno”? La inmigración no es “algo bueno”. Es un fenómeno globalmente negativo. Es negativo para quienes tienen que abandonar forzosamente sus hogares y es negativo para unas sociedades incapaces de acoger a tanta gente en tan poco tiempo. Las consecuencias de esta inmigración no son buenas en el plano social porque someten a las sociedades de acogida a un brusco cambio de clima en su convivencia; ninguna sociedad es indefinidamente elástica. Las consecuencias tampoco son buenas en el plano cultural, porque suscitan un inmediato conflicto entre maneras distintas de ver el mundo sin que sea fácil imponer criterios jerárquicos. De idéntico modo, las consecuencias de este tipo de inmigración no son buenas en el plano político, porque genera un foco de tensión excesivamente propicio para la demagogia (en todas direcciones). Y ni siquiera son buenas en el plano económico: en las sociedades de acogida, porque hace más precario el empleo y estimula la economía sumergida o clandestina; en las sociedades de origen, porque no resuelve sus problemas, sino que los eterniza. La situación ideal sería que nadie tuviera que verse obligado a dejar su tierra y que los flujos humanos pudieran ordenarse conforme a la ley para general beneficio. Pero es obvio que no estamos –ni estaremos- en la situación ideal.

Sólo desde dos puntos de vista puede juzgarse “buena” la inmigración. Una, la perspectiva de quienes, por razones ideológicas, estiman que las identidades históricas europeas deben disolverse en un escenario de mestizaje cosmopolita; es una posición muy extendida en la izquierda. La otra, la de quienes sostienen, por razones económicas, que una entrada masiva de mano de obra barata es vital para el funcionamiento de la economía; es una posición muy extendida en la derecha. Así la derecha capitalista intenta legitimarse con el dogma de la izquierda cosmopolita, y ésta, a su vez, echa combustible (humano) en el mercado. Pero ambas posiciones encierran un error: la disolución de las identidades sociales, nacionales y culturales nunca, en ningún lugar, ha creado “cosmópolis mestizas”, sino que sólo han provocado una exacerbación violenta de las propias identidades. Respecto a la entrada masiva de mano de obra barata, es verdad que inicialmente aumenta la riqueza del tejido productivo, pero inmediatamente se traduce en una exigencia de nuevos servicios sociales que puede llevar al colapso del sistema, como podrá intuir cualquier español que acuda a los servicios públicos. La ganancia en ningún caso compensa las pérdidas.

El discurso oficial sustancia todo el problema en una palabra con aura de fórmula mágica: “integración”. Pero la “integración” no tiene por qué ser un horizonte deseable. De entrada, es un término ambiguo. No es lo mismo una integración orientada al cumplimiento de las leyes, con cesión de derechos sociales y económicos a cambio del ejercicio de un trabajo, que una integración interpretada como absorción de la población alógena, de tal modo que ésta deja de ser lo que es para adquirir una identidad nueva y ficticia. El primer modelo es transitorio, el segundo aspira a ser permanente. Parece que en España aspiramos a la integración permanente. Pero nadie tiene derecho a exigir a un musulmán o a un senegalés que dejen de ser lo que son para convertirse en “españoles” –ni tampoco a exigir a un español que deje de ser lo que tradicionalmente ha sido para adquirir un perfil más “políticamente correcto”. Por otro lado, la experiencia francesa demuestra que, aunque la integración haya funcionado en una primera generación de inmigrantes, la vieja identidad siempre pugna por aflorar en cuanto las cosas se tuercen, y entonces lo hace de manera hostil e histérica, como corresponde a cualquier estado de sumisión.

En estas condiciones, lo más sensato parece pronunciarse por detener la inmigración tal y como hoy la estamos conociendo en España. Ahora bien, eso no puede hacerse ignorando que el problema persiste. No podemos escurrir el bulto. Los europeos tenemos que asumir el fenómeno de la inmigración o, más bien, las causas que lo provocan. Ante todo, debemos reconocer que tenemos un deber –nobleza obliga- para con el mundo pobre. Tenemos ese deber, primero, por una cuestión de justicia: no es justo que nosotros tiremos lo que nos sobra y que ellos no puedan conseguir lo que les falta. Y tenemos ese deber, además, por una cuestión de historia: como viejas potencias coloniales, creadoras de naciones, debemos resolver un problema que no nos es ajeno. Eso implica intensificar y multiplicar los mecanismos de cooperación, pero también apretar el control sobre cómo se administra esa ayuda en los países beneficiarios. El imperativo de globalizar la riqueza no será más que un chiste tétrico si al mismo tiempo no se globaliza la justicia social. Esta última tarea debe ser exigida a los gobiernos de los países de origen; pero si no son capaces de satisfacerla, habrá que imponerles la obligación de hacerlo, como se les ha impuesto la sumisión a las reglas del mercado mundial. Hay quien responde a estos planteamientos diciendo que se trataría de un nuevo colonialismo. Pero no es verdad: el nuevo colonialismo es el de quienes se mantienen en una posición que condena a muerte –económica, social, cultural, también política- a los países pobres en beneficio exclusivo de las sociedades ricas y, de paso, de las oligarquías africanas.

En lo que concierne a la gestión del problema aquí, dentro de nuestras fronteras, ante todo parece urgente sentar una serie de posiciones que nos permitan pensar una situación de hecho; situación que no hemos buscado, pero a la que hay que dar respuesta. Lo importante, a nuestro modo de ver, no es tanto el aspecto económico del problema como el aspecto social o, para ser más precisos, cultural, es decir: qué actitud tomar ante la llegada de una población alógena que es distinta a uno. Hasta el momento, el debate está apuntando a tres vías dispares. Una, la que aspiraría a un efecto de integración subordinada de los inmigrantes: que vengan, pero que deje de ser lo que son y se sometan a nuestras leyes y costumbres. Dos, la que se llama “multiculturalismo”: que cada comunidad se organice según sus propias creencias y costumbres en el marco común del Estado asistencial, manteniendo cada cual su propia identidad incluso a efectos legales. Tres, la que podríamos llamar “mestizaje cosmopolita”: rebajar las señas de identidad de cada cual para que todos puedan integrarse en un mismo molde sin exclusiones. La primera posición es mala para los inmigrantes, porque les obliga a perder su identidad cultural. La segunda es mala para el Estado, porque lo somete a un exceso de heterogeneidad normativa. La tercera es mala para todos, incluida la sociedad de acogida, porque terminaría configurando una sociedad sin otro criterio que el económico.

Estas tres posiciones nacen de un cierto tabú que impide pensar con naturalidad algunos conceptos esenciales, y en especial aquellos que dan cuenta de la identidad colectiva. En efecto, adheridos a la problemática de la inmigración aparecen conceptos que poseen la rara virtud de desplegarse como tabúes, como ajenos a todo cuestionamiento, cuyo mero análisis ya hace sospechoso al que osa penetrar en tales recintos prohibidos: raza, mestizaje, identidad… Sobre estas materias pesa un veto casi religioso. Cualquiera que hable de mantener la propia identidad cultural recibe inmediatamente el estigma de “racista”. ¿Nos permitirán que también aquí desertemos de la procesión?

El tabú de la raza

Pocas palabras como la de “raza” sufren en nuestro tiempo un tabú tan intenso. En muchos aspectos, lo racial designa una realidad maldita, algo de lo que sólo puede hablarse con fines de execración. Se acepta –y se premia- que uno sea antirracista; no se acepta –y con fundadas razones- que nadie pueda ser racista. Ahora bien, en todo esto hay una suerte de contradicción insalvable. Se entiende que el racismo esté proscrito: en la medida en que conduce a fenómenos de exclusión o segregación, el racismo es una causa de conflicto social. Pero el problema es que el discurso contrario, el antirracismo, no se limita a ser hostil al racismo, no se limita a combatir la actitud segregadora, sino que amplía su campo de veto hasta el propio concepto de raza y, aún más, hasta cualquier diferencia sustancial de carácter étnico. Y si uno afirma que las razas no existen, que no tienen valor, ¿acaso no está excluyendo a quien desea mantener su propia identidad? ¿Acaso no hay racismo más patente que el de quien desea suprimir todas las razas, para acabar con cualquier diferencia?

Cuando uno plantea estas objeciones, el discurso oficial se apresura a descalificar al disidente como “racista”. Nótese la pirueta: si uno sostiene que hay diferencias de dignidad entre las razas, y que por tanto hay razas despreciables, entonces es racista; pero si uno sostiene que todas las razas son igualmente dignas, es decir, lo contrario de lo anterior, entonces también es racista. De manera que uno termina siendo racista por el mero hecho de considerar que hay razas. El mecanismo es perfectamente absurdo: recuerda mucho, formalmente, al de esas feministas iracundas que proyectan el epíteto de “machista” sobre cualquiera que defienda la existencia de dos sexos distintos. Ahora bien, nadie discutirá que hay dos sexos distintos: eso es un dato de la realidad. ¿Y qué sentido tiene reprobar moralmente a la realidad? Del mismo modo, también hay grupos humanos distintos; grupos donde el factor raza tiene un peso mayor o menor, pero que, en todo caso, es una realidad de hecho. ¿Cómo puede decirse que defender lo obvio es ser “racista”? Ningún pensamiento sensato puede nacer de la negación o de la condena de lo obvio. Por eso conviene poner las cosas claras.

Las razas existen; son un dato antropológico. Lo que es discutible es su valor científico, su relevancia, según el campo de lo humano que uno contemple. La relevancia del hecho racial, que hoy parece menor desde el punto de vista genético, sigue sometida a discusión desde el punto de vista psicológico y es incuestionable desde el punto de vista morfológico. En los últimos años parece haberse asentado la certidumbre de que las diferencias raciales no traducen una diferencia relevante en el ‘stock’ genético humano. Muchas voces, basándose en esa constatación, privan de cualquier validez científica al término “raza”. Tampoco faltan científicos dispuestos a declarar periódicamente, sobre todo en medios de comunicación de masas, que “las razas no existen”. Estas afirmaciones no dejan de plantear un problema insuperable: si no hay razas, ¿cómo es que hay racismo? Mientras tanto, en el terreno de la psicología, el trabajo experimental sobre las diferencias raciales parece prácticamente proscrito por mor de la political correctness, especialmente en los Estados Unidos, que han sido siempre los pioneros en este tipo de estudios. Los trabajos de Eysenck y Jensen siguen siendo fuente de autoridad (relativa), pero las interpretaciones abusivas de sus resultados los han envuelto en una nube de polémica. Y finalmente, en el aspecto morfológico, esto es, en la descripción externa y orgánica de la anatomía según criterios raciales, las cosas han caminado hacia una creciente complejidad: las diferencias raciales son una obviedad, pero el concepto de “raza”, tal y como se formuló, por ejemplo, a finales del XIX, es bastante poco operativo para definir una realidad muy diversa. En definitiva, el concepto de “raza”, desde un punto de vista científico, puede seguir siendo utilizado a falta de otro mejor, pero está muy lejos de poder inspirar grandes teorías de carácter antropológico. Este es, sumariamente, el ámbito real, objetivo, del término “raza”.

Las razas pueden ser descritas, incluso cuando la descripción no llegue a reflejar la real complejidad del objeto. Cosa distinta es trazar jerarquías absolutas entre las razas así descritas; por ejemplo, sostener que los blancos son globalmente superiores a los negros, o los amarillos superiores a los blancos, por el hecho de pertenecer a ese grupo racial y con independencia de cualesquiera otros factores antropológicos. Pero hay una diferencia esencial entre la descripción y la jerarquización. Conviene subrayarlo, porque en nuestra opinión pública existe un exceso de vigilancia sobre estas cuestiones. Por ejemplo, cualquiera que trate de definir anatómicamente las características de una convencional “raza nórdica”, se verá rápidamente llevado al cadalso por racista. ¿Pero dónde está el delito? Hay una histeria de la “vigilancia social” que no pocas veces se traduce en simple delación y que ha cubierto con un manto de oprobio cualquier perspectiva científica de tipo racial. La mejor prueba de que estamos ante un efecto de histeria colectiva es que el oprobio sólo se aplica en una dirección. Así, por ejemplo, todos nuestros diarios se llenan de admiradas referencias a la superioridad de la raza negra cada vez que comienzan unos Juegos Olímpicos. De poco servirá explicar a los apologistas que la raza negra, propiamente dicha, no existe; tampoco faltará quien considere tal matiz como un acto de racismo. Del mismo modo, la humillación por razón de raza está tolerada cuando el humillado es blanco. Así, la escritora progresista norteamericana Susan Sontag no tuvo empacho en aseverar que “la raza blanca es el cáncer de la historia humana”, frase cuyo absurdo esencial puede medirse fácilmente cambiando el sujeto de la oración por cualquier otro color. Y además porque el concepto de “raza blanca”, así formulado, tiene tan poco valor descriptivo como el concepto de “raza negra”.

Por qué el racismo es un error

El racismo no consiste en declarar que hay razas. El racismo consiste en pretender que unas razas son esencialmente superiores a otras. Es, pues, una posición construida sobre la adscripción de juicios de valor, generalmente subjetivos, a una realidad más o menos objetiva. Como aquí estamos moviéndonos en un ámbito donde es extremadamente fácil caer en enojosos abismos de demagogia, conviene poner las cosas meridianamente claras. El racismo es una ideología basada en una extrapolación abusiva del concepto de raza, desde lo antropológico hacia lo político o lo moral. Ahí, en esa extrapolación, reside el error del racismo. Lo que hace del racismo una ideología equivocada, hasta el grado de la superstición, es el encadenamiento de tres errores consecutivos: equivoca el contenido del concepto “raza”, le atribuye cualidades morales improcedentes y traza jerarquías absolutas entre unas razas y otras. Veamos esos tres errores por separado.

Primero, el racismo atribuye un valor normativo absoluto a la descripción racial: clasifica a los hombres por su raza. Pero esto, como hemos visto, no es correcto. Las razas humanas existen desde el punto de vista anatómico y morfológico. Esas razas no coinciden con el tópico vulgar de los colores –negro, blanco, amarillo, etc.-; las cualidades que sirven de base a las clasificaciones raciales son mucho más complejas e incluyen los hallazgos de disciplinas como la hematología. Incluso así, la clasificación antropológica racial, que posee cierto valor descriptivo, no posee gran valor normativo. Primero, porque ese valor normativo tendría que aplicarse a la comparación de grupos humanos con cierta homogeneidad interior, pero tal cosa sólo raramente existe: no es factible reunir a un grupo de bosquimanos, trazar una serie de características exclusivamente suyas y compararlas después con las características exclusivas de un grupo de japoneses, teniendo la seguridad de que los datos que comparamos son exclusivamente bosquimanos o exclusivamente japoneses. Y además, el valor normativo de la descripción es muy débil porque las cualidades de carácter racial sólo son una parte de las características que definen a los humanos: influirán además el stock genético personal, las condiciones ambientales, etc. De modo que la visión obtenida a través de la perspectiva racial siempre es necesariamente parcial, fragmentaria. No es posible trazar sobre ella jerarquías generales.

Después, el racismo atribuye a las cualidades raciales otras tantas cualidades morales supuestamente universales: así, por ejemplo, el blanco sería más inteligente, el negro sería más fantasioso y el amarillo sería más paciente. Pero estos tópicos, que ni siquiera alcanzan el rango de seudociencia, no superarían el menor examen objetivo. Primero, porque no es posible situar cualidades morales en la morfología anatómica, más allá de ciertas generalidades anímicas (recuérdese la clásica división pícnicos-atléticos-leptomorfos, que es interracial). Y además, porque todas las exploraciones del carácter colectivo naufragan cuando se contrastan con las singularidades de los caracteres individuales y con las diferencias espacio-temporales. Por ejemplo, toda la literatura sobre el carácter arrojado y aventurero de las gentes nórdicas queda en mal lugar cuando uno contempla a los actuales escandinavos. Del mismo modo, el tópico colonial sobre el carácter sumiso o inconsistente del “negro” se desvanece cuando uno piensa en Shaka, el célebre jefe zulú. Las supuestas cualidades morales de los grupos raciales no son universales, luego carecen de valor.

Por último, el racismo, sobre esa base de diferencias raciales-morales, traza una neta diferencia jerárquica. Pero no hay nada que realmente avale tal jerarquía en términos universales. Un buen ejemplo de esa difícil aplicación general de los criterios de raza son los recurrentes estudios sobre el éxito académico en las universidades de los Estados Unidos. Desde hace años, todos los estudios comparados sobre grupos étnicos y éxito académico coinciden en los mismos resultados: los estudiantes más aventajados son los asiáticos; después vienen los blancos de origen anglosajón o europeo; tras ellos, los hispanos y, finalmente, los afroamericanos. Si procediéramos según el método de la generalización directa, tendríamos que concluir que los orientales son intelectualmente superiores a los blancos y se hallan preparados para triunfar en la sociedad moderna con mejor rendimiento que los demás grupos humanos. Pero, en ese caso, las sociedades asiáticas tendrían que destacar por su portentoso desarrollo civilizatorio, que debería ser superior al europeo o al norteamericano, y también al de las naciones iberoamericanas, y es obvio que esto no es así. Entonces, ¿qué nos están diciendo esos estudios? Sencillamente, que los estudiantes asiáticos obtienen mejores rendimientos que los demás en el sistema universitario americano: un sistema, por cierto, que no inventaron los asiáticos, sino los americanos. En definitiva, toda generalización de los resultados obtenidos en la comparación de las razas humanas tiende a pecar de abusiva.

El racismo como superstición moderna

El racismo es una ideología elemental, con algo de infantil, construida sobre presupuestos muy rudimentarios y con escaso o nulo valor de verdad. Sin embargo, llama la atención que haya sido, históricamente, una ideología propia de la modernidad y aupada sobre un patrón supuestamente científico. Hannah Arendt, en sus reflexiones sobre el totalitarismo, proporcionó un interesante enfoque sobre las ideologías racistas. Para la gran pensadora judía y alemana, la ideología racista es un fenómeno típicamente moderno: dado que las sociedades modernas disuelven los lazos sociales tradicionales y crean un tipo de sociedad fragmentada, el racismo –como, por otra parte, el nacionalismo- es un intento de hallar un factor de unión sobre bases supuestamente sólidas. La ciencia de mediados del siglo XIX, y de las décadas posteriores, proporcionó esa base, pero siempre con el sesgo de unas afirmaciones provisionales sobre un objeto nunca bien definido. El racismo es, en fin, un error. Un error típicamente moderno.

Hasta el siglo XVIII no es posible hablar con propiedad de racismo o antirracismo. Por ejemplo, se ha hablado mucho del racismo embrionario de Platón, pero es un argumento flojo: la distinción platónica de categorías humanas al modo de metales (oro, plata, cobre o hierro) más parece una interpretación física del clásico modelo trifuncional indoeuropeo. Y si en la antigüedad no hay, filosóficamente hablando, racismo digno de ese nombre, tampoco hay antirracismo. Es verdad que la desvalorización del hecho racial puede rastrearse muy lejos, desde aquel párrafo de San Pablo según el cual ya no hay judíos ni gentiles, sino que todos somos uno en Cristo. Pero conviene subrayar que aquí no se trata de “raza” en el sentido moderno del término, sino de pertenencia a un grupo étnico definido ante todo por una religión; la igualdad que se predica, por otra parte, se mantiene en el plano espiritual. También, como es sabido, hallaremos en la historia innumerables ejemplos de exclusión de grupos sociales por su pertenencia a un grupo étnico determinado, especialmente en los procesos de formación de las naciones modernas; en España, por ejemplo, las expulsiones de judíos y moriscos o, en otro aspecto, la segregación de los agotes. Pero esto, en rigor, no es racismo, porque el motivo de la exclusión no es la raza, es decir, un determinado número de características físicas, sino la religión, y singularmente el hecho de que esa religión se vincule a un grupo social homogéneo y distinto del grupo dominante. Y al contrario, desde el Renacimiento hasta el Barroco encontramos importantes reflexiones acerca de la naturaleza del otro, del que es distinto a uno, como acredita la célebre Controversia de Valladolid. Obligados a pensar la diferencia humana, los hombres del Renacimiento y del Barroco, como los de la antigüedad, intentan encontrar categorías intelectuales que den cuenta de la identidad y la alteridad; no las encuentran en conceptos como “raza”, de naturaleza biológica, sino que buscan conceptos de orden espiritual, como “alma”.

Para que el concepto de “raza” adquiera valor de circulación será preciso que el mundo cambie de naturaleza, que la referencia religiosa sea sustituida por la referencia científica, y eso ocurre con el advenimiento de la Ilustración. Es el hombre ilustrado el que, buscando aplicar a toda la realidad conocida criterios objetivos y científicos, empieza a clasificar a los hombres con categorías fisiológicas que incorporan cualidades morales y que se subordinan al hecho racial. De manera que la modernidad, que despliega un discurso general de carácter universalista y cosmopolita, y que hablará de igualdad y fraternidad, contiene también una neta vertiente racista. Hay un cierto equívoco en la idea de que la Ilustración abanderó el sueño cosmopolita de una humanidad fraterna. Voltaire era virulentamente antisemita. Hegel prestó gran atención a la clasificación racial del género humano. Marx, como es sabido, combinaba su internacionalismo proletario con un profundo racismo –bien lo sufrió su yerno, el cubano Lafargue, desdeñado por su suegro como “negroide”. De modo que hoy puede parecernos que las ideologías modernas son incompatibles con el racismo, pero a sus creadores no se lo pareció. Los citados son sólo tres ejemplos entre otros muchos. Después, las interpretaciones antropológicas y sociológicas del darwinismo conducirán a planteamientos donde el mayor o menor grado de desarrollo (técnico) se pondrá en relación con la definición racial. Son los años del imperialismo, de la gran expansión colonial europea por todo el mundo. El resto del camino es bien conocido.

El antirracismo, hermano gemelo del racismo

El pensamiento racista, como el antirracista, no depende de los sentimientos que uno experimente ante el hecho racial, sino del simple hecho de que el concepto de “raza” entre a formar parte de la reflexión. Y así como la ideología racista es hija del positivismo de la modernidad, de su cientificismo, del mismo modo la ideología antirracista es hija del universalismo de la modernidad, de su cosmopolitismo.

Las ideologías modernas, en efecto, predican que todos los hombres son, por su razón, esencialmente iguales en cualquier parte. En consecuencia, es lógico aceptar que las diferencias raciales no pueden ser obstáculo para alcanzar esa igualdad esencial. A partir de ahí, caben dos opciones: una, considerar que todas las razas tienen el mismo valor; otra, considerar que el hecho racial no es un valor positivo, sino un contravalor, y que por tanto debe ser destruido, pues se opone a la igualdad esencial de todos los hombres. Las ideologías antirracistas son una corriente reactiva contra las doctrinas racistas, pero unas y otras nacen del mismo ámbito de pensamiento: la modernidad.

La historia del antirracismo como cuerpo teórico es mucho menos visible que la del racismo. En sus orígenes aparecen siempre movimientos de inspiración religiosa que aspiran a traducir en hechos políticos o sociales la igualdad de las almas en el Paraíso. Este tipo de ideas circulará con fuerza, por ejemplo, en la retórica antiesclavista de la Guerra de Secesión americana, lo cual no impedirá que, acabada la guerra, la población negra siga segregada. En naciones que comienzan a formarse en el XIX sobre la base de sociedades pluriétnicas, como ocurre en la América hispana, surge ocasionalmente un discurso antirracista que tiene por objeto aglutinar a los diversos grupos bajo la autoridad nacional-estatal, pero ese discurso no se traducirá en una realidad social igualitaria. Inversamente, aparecen fenómenos de carácter marcadamente racial como las rebeliones de esclavos negros en las Antillas. En las colonias europeas, el discurso igualitario de las metrópolis es antirracista sólo en apariencia. Por ejemplo, cuando las políticas de educación europeas se extiendan a las colonias, el objetivo de “igualar” a los súbditos coloniales llevará implícita la aniquilación de las culturas vernáculas. Es el conocido cuadro de los niños senegaleses recitando “Nuestros antepasados, los galos” en las escuelas de Dakkar. Ese tipo de política paternalista será idéntica a la aplicada por el fascismo italiano en Etiopía. En la Rusia soviética, el antirracismo oficial del régimen significará, de hecho, el sometimiento de todos los pueblos –desde los bálticos hasta los buriatos siberianos- al patrón político y cultural comunista, sometimiento acompañado de deportaciones masivas y exterminios como los sufridos por los cosacos, los alemanes del Volga o los ucranianos.

Tras la segunda guerra mundial, el antirracismo se convierte en bandera del orden nuevo por oposición expresa al racismo del enemigo vencido. El aliento cosmopolita del pensamiento moderno triunfa por doquier. Las políticas de descolonización, ejecutadas con deliberada ignorancia de criterios elementales de identidad étnica, terminan creando Estados artificiales que, por otro lado, no tardarán en estallar en forma de pertinaces guerras civiles. En las naciones modernas con situaciones de segregación racial, como los Estados Unidos, aparecen movimientos vindicativos que, por un lado, conjugan el antirracismo con la igualdad de derechos sociales, pero, por otro, lo alían con la propia afirmación racial, como en el caso del “Black Power”. La línea predominante, en todo caso, es la de un pensamiento cosmopolita que aspira expresamente a constituir una única unidad de civilización en la que las diferencias identitarias hayan desaparecido. Esta tendencia encuentra un poderoso apoyo en el proceso de globalización que se dispara después del hundimiento soviético en 1989: la globalización se despliega como Cosmópolis, como aquel One World que soñaba Roosevelt, un único mundo con un único sistema para una única humanidad indiferenciada. En buena medida, ese es el proyecto al que los grandes poderes transnacionales nos están conduciendo. El antirracismo no es ya un discurso de reivindicación, de crítica, de oposición, sino al contrario, un discurso de poder, integrado por el nuevo orden del mundo.

Sobre este desarrollo, en el último medio siglo ha venido intensificándose una veta del antirracismo que no se limita a predicar la igualdad de las razas, sino que, en un paso más allá, aspira a que las diferencias raciales desaparezcan físicamente. Es la ideología del mestizaje. Ideología que en realidad no hace sino apurar, llevándolo al extremo, el argumento de la igualdad esencial de los hombres, pero poniéndolo en una perspectiva de aniquilación: dado que las razas no tienen valor, pero han sido y siguen siendo un obstáculo para la fraternidad universal de los hombres, deshagamos la diferencia racial, mezclemos a todo el mundo, porque el intercambio físico será la mejor expresión material de la deseada igualdad. Esto es la ideología del mestizaje.

Desconstrucción del mestizaje

La idea del mestizaje ha pasado a convertirse en un tópico con un campo semántico inequívocamente bueno, como una de esas fórmulas mágicas que en sí mismas procuran luz a la tiniebla y remedio a todos los males. Se habla de mestizaje en las artes, en la música, en la ropa y, por supuesto, entre las gentes. Mario Vargas Llosa declaraba a ABC: “Cuanto más se incremente el mestizaje, mejor irán las cosas para la sociedad”. Pregunta inevitable: ¿Por qué? ¿Qué tiene el mestizaje que hace “mejor” a las sociedades? ¿Y qué es “mestizaje”? El racismo fue la superstición de finales del XIX y principios del XX, el discurso del mestizaje es la superstición de finales del XX y principios del XXI. Es un discurso incoherente, meramente retórico e intelectualmente inane.

De entrada, el discurso del mestizaje se presenta como una denigración radical del discurso de la raza: lo bueno no sería la pureza, sino la mezcla racial. Ahora bien, eso implica aceptar de antemano varias cosas. Primero, que las razas existen como factor de definición social y cultural. ¿O es que puede hablarse de mezcla si no hay cosas que mezclar? De manera que el “mesticismo” no es un antirracismo, sino un racismo al revés. No es un discurso válido para combatir el racismo, porque nace de su mismo punto de partida.

Además, la apología del mestizaje implica una segunda convicción: que la mezcla debe circular en todos los sentidos. Porque no tendría sentido defender el mestizaje en el exclusivo caso, por ejemplo, de que el sujeto agente sea africano y el sujeto paciente sea europeo; para poder ser elevado a categoría, el mestizaje debe ser igualmente ensalzado cuando el sujeto agente es blanco y el sujeto paciente es africano o americano. Ahora bien, entonces carece de sentido emplear la retórica del mestizaje como parte de un discurso de defensa de las viejas colonias, de los pueblos del tercer mundo o de los “damnés de la terre”. ¿O acaso el colonialismo no ha generado fenómenos de mestizaje? Por consiguiente, el discurso del mestizaje perfectamente puede emplearse para legitimar el colonialismo –en la América hispana lo saben bien.

Por último, el discurso del mestizaje implica una atribución de valor, un juicio de calidad: sostiene que el resultado de la mezcla es cualitativamente superior al resultado de la no mezcla; una sociedad producto de mestizajes sucesivos será superior a una sociedad sin mezcla alguna. Bien: superior, ¿en qué? ¿En progreso espiritual, en desarrollo tecnológico, en poder material, en calidad de vida? Pero hay sociedades mestizas que han escalado altas cumbres de civilización, como la Grecia helenística, y otras condenadas al perpetuo conflicto, como Perú o Bolivia. Inversamente, en los pocos ejemplos de sociedades étnicamente uniformes que hoy quedan, las hay prósperas y las hay míseras, las hay dulces y las hay amargas. En la calificación objetiva del nivel de una sociedad, el grado de mestizaje es un factor irrelevante, superfluo, inválido para el análisis.

Por eso el discurso del mestizaje es una superstición (“creencia contraria a la razón”). Primero, porque se mantiene –aun à rebours- en el viejo patrón antropológico del XIX, que otorgaba a la raza biológica un papel fundamental. Además, porque la alabanza de la mezcla sirve para justificar cualquier colonialismo, incluido el neo-colonialismo económico y cultural que hoy se despliega como “globalización”. Y por último, porque es inútil para evaluar el grado de bondad, belleza y justicia que una sociedad pueda alcanzar.

Naturalmente, no faltará quien juzgue la debelación del mestizaje como simple racismo. Cada época tiene el delirio que se merece.

Cuestión de identidad

Oponerse al mestizaje no es ser racista. No es una actitud racista si no media una desvalorización del otro. La oposición al mestizaje puede perfectamente fundarse no en una desvalorización del otro, sino en un aprecio de sí, de uno mismo, de lo que uno es. El deseo de ver reflejados los propios rasgos en las generaciones subsiguientes es algo completamente humano. Basta pensar en la alegría del padre que constata cómo sus hijos se le parecen. Podemos entender este mecanismo psicológico, completamente automático, desde un punto de vista “existencialista”: hemos nacido para morir, nuestro paso por la vida material es efímero, apenas nada quedará de nosotros cuando hayamos muerto –quizás un recuerdo, algún tiempo-, pero el linaje, la descendencia, nos hace sobrevivir, nos permite proyectarnos más allá de la muerte. Este sentimiento puede predicarse igualmente así en lo individual como en lo colectivo: saber que tras nuestra muerte quedará gente que hable como nosotros, que sienta como nosotros, que adore a nuestros mismos dioses y viva la vida según nosotros la hemos vivido, es también una forma de superar el trance obligado de la muerte. Así lo que el hombre ha construido en la tierra no se lo llevará el viento, sino que permanecerá vivo. En ese sentido es particularmente admirable el pueblo judío, que ha sabido sobrevivirse durante cientos de generaciones prolongando una misma identidad. ¿Es racista esa preocupación judía por mantener el propio linaje? No, en la medida en que no nace necesariamente de un desprecio del prójimo, sino que más bien procede de la convicción de que uno es algo singular y de que es bueno seguir siéndolo.

Según el mismo patrón de pensamiento, el hombre que hoy se opone al mestizaje –por ejemplo, el europeo que recusa el matrimonio mixto- no está haciendo sino manifestar su convicción de que es bueno que su propia identidad sobreviva. El mero hecho de que esto se haya convertido en algo escandaloso ya debería hacernos sospechar.

Este es, en conclusión, el paisaje general sobre el que podríamos ir pensando la situación de nuestra sociedad, de nuestra cultura, ante el fenómeno de la inmigración masiva. Preocuparse por la propia identidad no es algo nocivo. Cada identidad cultural es una forma humana, decantada por la Historia, de estar en el mundo. En ese sentido, no es un baldón para la convivencia, ni un obstáculo para la paz, sino una riqueza. Oponerse al “discurso del mestizaje” es defender el derecho a la propia identidad. No es un gesto de racismo. El racismo es una doctrina arrumbada por el paso del tiempo y que, por otro lado, ni siquiera encaja con el verdadero sentido del término “raza”. Término, a su vez, que tiene su valor, pero sólo en su justo lugar, que no es el de las jerarquías morales. Y si plantear todas estas cosas es hacerse acreedor a la iracunda excomunión del desorden establecido, entonces más vale marchar al bosque, con los réprobos.

Publicado originalmente en El Manifiesto por José Javier Esparza.

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