domingo, 7 de agosto de 2016

Zeluán, donde 400 soldados españoles fueron aniquilados tras combatir heroicamente contra miles de rifeños

Entre julio y agosto de 1921 unos pocos soldados peninsulares resistieron en Zeluán el asedio del ejército cabileño. El aeródromo que defendieron es el mismo que recrea el Museo del Aire en su nueva sala.

Una masacre olvidada. Una heroicidad que ha pasado de largo en los libros y de la que casi da vergüenza hablar hoy en día. La defensa de la alcazaba y del aeródromo de Zeluán (una región ubicada a pocos kilómetros de Melilla) casi ha quedado borrada de la historia. Sin embargo, tan cierto como que miles de soldados españoles se dejaron la vida combatiendo por su país en el norte de Marruecos es que, allá por julio de 1921, unos 400 militares resistieron el asedio de miles de rifeños durante casi una semana en esta plaza fuerte.

Por desgracia, y a pesar de la valentía mostrada, los nativos no tuvieron piedad de los valerosos soldados españoles y, cuando estos se rindieron bajo promesa de clemencia para ellos y para los civiles que protegían, masacraron cruelmente y a traición a todos. Y lo mismo pasó con las mujeres y niños que se escondían en el interior de la alcazaba mora. Hoy, no obstante, hemos querido recordar este suceso aprovechando que el aeródromo de Zeluán es el que ha sido recreado por el Ejército del Aire (a través de la asociación de recreación histórica «Imperial Service») en la nueva sala inaugurada la semana pasada en el Museo del Aire.


Primeros años

Para llegar hasta el nacimiento del aeródromo de Zeluán es necesario hacer retroceder el calendario hasta el año 1912, cuando la aviación militar española -si me permiten el símil- echó a volar. Y es que, fue por entonces cuando se constituyó la Escuadrilla Expedicionaria de Marruecos y, por tanto, se empezaron a enviar aviones hacia el norte de África para ayudar al ejército en la guerra que se estaba librando contra las tribus locales por el control de aquella maldita región que nosotros conocíamos como Protectorado.

Lo cierto es que aquellos aeroplanos eran sumamente útiles para nuestro ejército, pues servían para bombardear o ametrallar al enemigo desde el aire, entregar correo rápidamente, reabastecer posiciones amigas sitiadas, hacer labores de exploración y -como no- transportar tropas. Sin duda, aquellos primitivos pájaros de metal lograron dar más de un quebradero de cabeza a los rifeños, muchos de los cuales no podían evitar una mueca de terror cuando decenas de balas les llovían desde las nubes.



Escuadrilla con base en Tetuán. Con ellos su jefe, el comandante de Estado Mayor Aymat (1921)

Todo parecía perfecto. Sin embargo, cuando los militares empezaron a conquistar el desierto a base de fusiles se planteó un problema para la aviación: los aparatos no tenían suficiente autonomía como para internarse tierra adentro, atacar, y regresar al aeródromo de Sania Ramel, en Tetuán (donde estaba la base de operaciones). Al no poder modificar los aviones para que albergaran más combustible, solo quedó una solución: construir nuevas pistas de aterrizaje desde las que partirían los aeroplanos. Una de ellas, según se planteó, estaría ubicada en Melilla. Y otras dos en Larache y Ceuta por su importancia a la hora de asegurar las comunicaciones tanto con la Península, como con el resto de la región.

Así fue como nació el aeródromo de Zeluán, una pista de aterrizaje cercana a una alcazaba (fortaleza) de la misma región. «El lugar elegido fue un campo situado en una reducida loma próxima a Zeluán, en la llanura de Bu-Guensein, a unos 24 kilómetros al sur de Melilla. En cada una de dichos enclaves una fracción de la Aviación debía de auxiliar a las tropas de la guarnición, por lo que el 16 de mayo de 1914 salía de Madrid una Escuadrilla expedicionaria con destino al nuevo aeródromo de Zeluán. La Unidad, al mando del capitán Emilio Herrera Linares, estaba compuesta por cinco pilotos y dos observadores e iba dotada de 4 aviones monoplanos Nieuport IV-G», explica el general de División del Ejército del Aire José Sánchez Méndez en su dossier «La aviación militar española en la Campaña de Marruecos (1913-1927)». La labor de este aeródromo fue continua durante años.

La mala expansión española

Tiempo después, en el verano de 1921, la situación no parecía excesivamente precaria para el ejército español. De hecho, el general Silvestre (al mando del contingente en el norte de África) vivía los momentos más dorados de su carrera ya que, al fin y al cabo, había logrado expandir el territorio rojigualdo al sur de Melilla como ningún oficial de su país hasta entonces a costa de los rifeños. Sin embargo, la realidad era sumamente diferente a lo que dibujaban las fronteras. Y es que, la conquista militar había sido tan rápida y la dilatación del frente tan bestial, que no había dado tiempo a construir fuertes de forma escalonada en el desierto.

La expansión española de las fronteras se hizo sin tener en cuenta la necesidad de agua.
¿Cuál fue el resultado? Que el territorio quedó virgen de defensas y que había que atravesar cientos de kilómetros hasta llegar a los «blocaos» (fuertes portátiles) españoles construidos en primera línea de batalla. Horas y horas de caminata en un territorio virgen de edificaciones. En principio podría dar la impresión de que este era un tema baladí, pero nada más lejos de la realiadd. Y es que, si estas posiciones quedaban aisladas y sitiadas por los enemigos, no podían recibir ni refuerzos, ni agua de regiones cercanas.

Estas limitaciones eran conocidas ampliamente por los militares africanistas, como bien señaló el General de División Juan Picasso en el informe que elaboró en 1922: «La mayor debilidad [de las posiciones] era el alejamiento y dificultad de la aguada en casi todas ellas. […] Así es que las posiciones, aparte de su escaso valor intrínseco, obligadas indefectiblemente a ser abastecidas de agua o a surtirse de ella en las aguadas habilitadas para ello, [...] tenían que caer ineludiblemente en cuanto el enemigo se lo propusiera. Aisladas algunas en alturas incomprensibles, sin repuestos suficientes, sin esperanza de auxilio exterior, constituidas prisioneras, por así decirlo, de los naturales, hubieron de caer cuando les faltaron los ordinarios recursos».



«Blocao» cerca de Cabo Moreno

Al existir tanta distancia entre los «blocaos» que defendían la frontera con las cabilas (tribus) del Rif, solo era cuestión de tiempo que cayeran bajo dominio moro. Y es que, los enemigos no tenían más que cercar el fuerte y evitar que los soldados del interior pudieran salir a por agua para que, a la larga, acabasen muriendo de sed.

Además, los nativos (que de tontos no tenían ni un pelo bajo el turbante) sabían que los refuerzos españoles tardarían en llegar varios días, por lo que dispondrían todo el tiempo del mundo para acabar con ellos aprovechando la escasez de agua antes de plantearse combatir contra un ejército como el Santísimo manda. Por ello, cuando el líder cabileño Abd El-Krim logró reunir a varias tribus rifeñas para atacar el territorio que los hombres de la rojigualda habían conquistado, no hubo forma de pararle.

El desastre

El 17 de julio, cuando los soldados españoles creían que su único enemigo era el tórrido calor y los molestos mosquitos, Abd El-Krim lanzó un ataque de esos difíciles de olvidar contra la posición rojigualda en Igueriben (una de las más adelantas). Ubicada al sur de Melilla, apenas era defendida por unos 300 hombres que no pudieron resistir ante el avance de las ingente fuerzas del rifeño.

Después de que los españoles fueran pasados a cuchillo, los nativos llamaron a las puertas de Annual (más de 100 kilómetros al oeste de Melilla), un lugar en el que se agolpaban unos 5.000 combatientes de nuestro país. Silvestre tenía sobre sus hombros una dificil decisión: ordenar a sus tropas resistir en el lugar, o retirarse a Melilla. Optó por la segunda. Un gran error, pues el pánico cundió entre los soldados y comenzó una desbandada en la que los propios militares se acuchillaron entre ellos para ser los primeros en subirse a los vehículos y escapar del enemigo.



Un sacerdote recoge cadáveres tras el Desastre de Annual

«Entre el caos, los oficiales pierden el control, y los soldados -al ver que nadie cubre su retirada-, tratan de ponerse a cubierto de las balas corriendo [...]. Carros, material y heridos son abandonados, muchos oficiales escapan sin cumplir con su deber, y la retirada ordenada no tarda en convertirse en una desbandada general bajo el fuego de los rifeños», explica Jesús María Ruiz Vidondo, doctor en historia militar, colaborador del GEES (Grupo de Estudios Estratégicos) y profesor del instituto de educación secundaria Elortzibar en su obra «El “Desastre de Annual”. Cambio de política en el norte de África».

Miles de hombres fallecieron en la huída y nadie se paró a ayudar a nadie. Annual fue un infierno
Miles de hombres fallecieron en la huída y nadie se paró a ayudar a nadie. A la mayoría no les importó pasar por encima de sus compañeros dañados para salvarse. Los heridos fueron abandonados; los muertos, olvidados; y los lentos, dejados atrás para que los rematasen los moros. De nada sirvió que Silvestre saliera con miles de combatientes para apuntalar la huída. Fue un desastre que marcó la historia de España.

Aquellas jornadas fallecieron unos 10.000 soldados españoles y otros tantos fueron capturados. Se había sucedido el denominado Desastre de Annual. Una batalla (si es que se puede llamar así) que hizo recaer la vergüenza sobre España y que provocó que el resto de posiciones defensivas con la bandera rojigualda quedasen solas y desamparadas ante los rifeños. Pintaban bastos -como se suele decir- para los soldados hispanos, muchos de los cuales empezaron a abandonar las defensas adelantadas y se comenzaron a retirarse poco a poco cediendo a los rifeños el territorio que tanto les había costado tomar por las bravas.

Huída hacia el aeródromo

Cinco días. Ese fue el escaso periodo de tiempo que pasó desde la primera embestida de Abd El-Krim contra el ejército español y la gigantesca debacle de Annual. Después de ese tiempo, más concretamente el día 22, a Zeluán empezaron a llegar una ingente cantidad de heridos. Todos ellos contando horribles historias sobre la caída del campamento y la lucha que se había sucedido entre los propios militares por ser los primeros en huir de aquellos demonios con turbantes.

Tal y como afirma Vicente Pedro Colomar-Cerrada (autor de «Primo de Rivera contra Abd El-Krim» -Ediciones de buena tinta- y «Annual en el recuerdo. Zeluán, una masacre olvidada» -artículo al que nos ha remitido el propio autor-), aquel día pisaron el suelo del aeródromo y la alcazaba hombres terriblemente cansados y aterrorizados, así como jamelgos cuyo jinete había sido masacrado por los rifeños durante la huida. El sofocante calor, sumado al clima de desesperación generado por la muerte de miles y miles de compañeros, no ayudó precisamente a calmar los ánimos de unos defensores que sabían que, tarde o temprano, tendrían que hacer frente a los enemigos de España.



Noviembre de 1924. fotografía de un avión en el momento de descender en las proximidades de Taatof

Soldados, oficiales… Uno de los que arribó a la posición buscando muros tras los que resguardarse fue el oficial segundo veterinario Enrique Ortiz, destinado en Annual. Así narró el periódico ABC su heroico combate contra los rifeños en primera línea de desierto en un artículo publicado el 23 de octubre de 1921: «Don Enrique Ortiz, destacado con fuerzas indígenas en la primera línea de posiciones, luchó denodado en una retirada épica. Se vio acorralado por un núcleo de enemigos, que le arrebataron su pistola. Continuó defendiéndose briosamente, y consiguió llegar con un resto exiguo de la fracción de que formaba parte a Zeluán».



Línea de aviones en el aeródromo de Zeluán

El 23 de ese mismo mes llegaron, además, dos columnas de soldados españoles. La primera, de heridos. La segunda, perteneciente al 5º escuadrón del Regimiento de Caballería Alcántara (la misma unidad que, días antes, había cargado heroicamente contra miles de rifeños para retenerles y ganar tiempo para evitar la matanza de sus compañeros). Con todo, la situación pintaba realmente difícil por esas fechas, pues había muy pocos efectivos para defender la alcazaba y, por ende, el aeródromo. Así lo contaba ABC en una noticia publicada a posterior (el 9 de agosto): «El día 23 del pasado [mes] se hallaban allí [en el aeródromo] unos 20 individuos entre clases y servicios afectos al servicio de aviación».

El día 24 llegó también a Zeluán un futuro héroe, el veterinario segundo Tomás López Sánchez. Un militar que se quedó en la posición para asegurarla y que arribó de una forma sumamente rocambolesca al lugar, tal y como lo señaló ABC en un reportaje publicado el 23 de octubre de 1921: «López Sánchez estaba destacado en Monte Arruit, donde vivía con su esposa y sus tres hijos. Al saber que iban a ocurrir allí graves sucesos, López envió a su familia en el último tren que pudo efectuar recorrido. El quedó en su puesto... Recibió orden del comandante de la posición de ir a Zeluán en demanda de municiones. Rompiendo el cerco enemigo, evitando el fuego de los fusiles qye en la negrura de la noche buscaban víctimas, llegó a Zeluán y, cumpliendo lo que se le había ordenado, intentó regresar. Pero ya entonces llegaba la fuerza en retirada. Permaneció en Zeluán». Así fue como otro veterinario se sumó a la defensa.

Doble traición

Al final, hombre va, hombre viene, en la tarde del domingo 24 de julio una fuerza considerable logró reunirse para defender la alcazaba y el aeródromo. Concretamente, y siempre según los datos presentados por Colomar-Cerrada en su reportaje, se arremolinaban en medio del desierto 611 hombres. «Estaban divididos en 3 grupos que los componían 28 oficiales, 442 número de clase de tropa, más 141 soldados indígenas […] además de 100 civiles entre hombres, mujeres y niños» añade el experto en su artículo. Todos ello, a las órdenes del capitán Ricardo Carrasco (oficial al mando general) y el teniente Manuel Martínez Vivancos. Este último, el encargado de defender el aeródromo (lugar al que fueron enviados unos 30 jinetes del regimiento Alcántara como refuerzo).

El día 24, con la caída de la tarde, el ánimo pareció aumentar en el campamento. Al fin y al cabo, más de medio millar de hombres podían plantar cara durante semanas a cualquier ejército que quisiese poner sus poco santas posaderas en Zeluán hasta que llegaran refuerzos. O eso le parecía, al menos, al ejército rojigualdo. Pero no creyeron lo mismo los soldados indígenas empotrados por las bravas en las unidades de Regulares hispanas ya que, cuando oyeron rumores de que los hombres de Abd El-Krim se acercaban a la posición, decidieron salir por piernas.



Aspecto exterior de la alcazaba de Zeluán en 1909

«En la madrugada del 24 al 25 se produjo la deserción de los soldados indígenas de Regulares que permanecían en el interior del fuerte», añade Colomar-Cerrada. La situación no pudo ser más dantesca pues, en mitad de la noche, intentaron saltar los muros después de organizar una revuelta. El resultado fueron nada menos que 40 traidores muertos y dos oficiales y un número indeterminado de soldados españoles asesinados. Todos ellos, valientes que no pudieron demostrar ante sus compañeros que estaban dispuestos a caer ante el fuego de los fusileros de Abd El-Krim.

La revuelta no acabó en este punto, sino que también alcanzó a tres escuadrones de indígenas posicionados fuera de los muros de la alcazaba y que emprendieron la huída en cuanto se percataron de que sus compañeros trataban de escapar de las garras españolas. Muchos de ellos fueron abatidos a tiros por los defensores. Todo acabó en pocas horas, pero costó munición, muertos y un buen susto.

De hecho, el miedo de los españoles a los nativos que todavía eran leales fue tanto que, el mismo día 25, a Carrasco se le hincharon las alforjas y ordenó formar una columna con ellos. El objetivo: que tomasen las de Villadiego y no la liaran, más de la que ya estaba liada, en la alcazaba y el aeródromo. La idea no fue mala. Al menos hasta que salieron del fuerte al mando, entre otros, de un tal Tomaseti. Después todo se fue al infierno, pues el nerviosismo aumentó y acabaron dándose de tiros unos a otros acusándose de traidores. En el ABC del 28 de julio parece haber una mención a este suceso, aunque escueta: «Al regresar de Zeluán fue agredido por unos pocos el teniente de las fuerzas de Regulares Sr. Tomaseti, dejando de existir a los pocos momentos».

Comienza el asedio

Entre el 24 y el 25 de julio miles de rifeños llegaron a Zeluán. Los apenas 400 españoles que quedaban en el aeródromo y en la alcazaba se dispusieron a defenderse a fusil, espada, bayoneta, y lo que se terciase. Aquella jornada comenzó el combate. Una batalla que, aunque no tenía la épica de una justa medieval a lanza de caballería y escudo, sí atesoraba esa pátina de heroicidad que se crea cuando unos pocos se dan de tortazos contra muchos (miles, concretamente).

La defensa del aeródromo fue la más difícil ya que, como bien puede verse en fotografías de la época, no era más que una explanada con una pista de aterrizaje preparada para la entrada y salida de aviones. Es decir, que pocos lugares había en los que cubrirse salvo alguna que otra construcción aislada de los tiros y tiros que salían de los fusiles rifeños.



Vista del Aeródromo de Zeluán, recién inaugurado

A estas dificultades se sumaba la escasez de comida, como bien señaló el diario ABC el 9 de agosto: «Cuando se les agotaron los víveres, sacrificaron un caballo para cuya carne les sirvió de alimento para varios días». La falta de alimentos fue tan severa que los aviones se vieron obligados a lanzar pan a los defensores desde una altura de 1.000 metros. El ABC hizo referencia, incluso, a un héroe anónimo que se dejó la vida para recoger los víveres que los aeroplanos dejaban caer en los alrededores del aeropuerto: «Salió uno de los bravos defensores del aeródromo. Cuando ya regresaba con el codiciado alimento, un proyectil enemigo le privó de su vida».

Con todo, los escasos defensores del aeródromo tuvieron en cierto modo suerte, pues no les faltó el agua durante la contienda y no se vieron obligados a salir, narices mediante, de sus defensas para hacer aguadas. Eso les permitió pertrecharse tras algún que otro parapeto y combatir de forma más efectiva contra los rifeños: «Estas fuerzas hicieron una heroica defensa del aeródromo, tendiendo a raya al enemigo, que trató muchas veces de asaltarlo», explicó el diario ABC en la época.

La alcazaba resiste

Mientras los defensores del aeródromo andaban dejándose la vida por España, en la alcazaba no estaban mejor la cosas. Los militares sabían que ser derrotados era sinónimo de que las mujeres y los niños que protegían morirían a manos del ejercito rifeño. Por ello, se aprestaron tras los muros, cegaron con sacos terreros las cuatro entradas al lugar y se dispusieron a balear a todo aquel que se acercara.

Con todo, el mayor problema de estos militares no era cubrirse de los tiros de los hombres de Abd El-Krim. Tenían un enemigo mayor... la sed. Una dificultad que trataban de superar poniéndole valor y saliendo de la fortaleza para recoger agua. Todo ello, bajo los disparos enemigos. Las bajas por culpa del líquido elemento fueron muchas en las primeras jornadas. «El día 25, al hacer el servicio de aguada, tuvieron que lamentar 15 bajas entre muertos y heridos que quedaron en manos de los temibles rifeños. Otro tanto pasó al día siguiente», añade Colomar-Cerrada.



Una unidad española tirotea a un grupo de rifeños después de reconquista la alcazaba de Zeluán tras la derrota en 1921

Con el paso de las horas la situación no mejoró ya que, según fueron llegando más enemigos a Zeluán, los españoles tuvieron que retrasar las aguadas para no perder hombres. Al final, la búsqueda del líquido se tornó tan peligrosa que los oficiales no tuvieron valor para enviar a nadie hasta el pozo ubicado fuera de los muros. La solución fue muy marcial: pedir voluntarios. Y uno de los primeros en ofrecerse fue el veterinario Tomás López.

Así definió el jefe de caballería Francisco Bravo (presente en el asedio) la actuación de este militar en declaraciones recogidas por el diario ABC el 23 de octubre: «En enemigo nos hostilizaba constantemente, desde el cementerio, donde ya se había atrincherado, imposibilitando la aguada. El capitán Carrasco, de Policía, Jefe de la posición, pidió voluntarios para una salida, con el propósito de desalojar a los harqueños de sus defensas: Tomás López acudió en el momento, y con otros 20 bravos, de todas las armas, realizó la asombrosa salida, matando a 16 moros que ocupaban la trinchera. Aquel día conseguimos realizar la aguada sin contratiempos».

La valentía de nuestro veterinario no se detuvo en este punto, sino que -en los días siguientes- volvió a salir de la alcazaba junto a sus compañeros y logró poner de nuevo en jaque a los asaltantes. «Esta empresa la repitió López Sánchez otra vez: cercó a los hostiles, mató a los que no huyeron y recogió muchos picos y palas que los rifeños emplearon para atrincherarse, y que nos sirvieron para abrir un pozo. Desgraciadamente no dio agua, y siguió el martirio de la sed», señalaba Bravo en declaraciones recogidas en este diario.

El veterinario lideró varias salidas contra los rifeños y se destacó en todas ellas
Entra que sale continuaron los españoles hasta el día 30 de julio, cuando tuvieron que envainarse el sable y asumir que en el cementerio se habían posicionado demasiados rifeños como para lograr atravesar la posición y recoger el líquido elemento. Les tocó sufrir la sed. Y no solo a ellos, sino a las mujeres y los niños que albergaba en su interior la fortaleza. Todo, bajo los tiros y tiros de los hombres de Abd El-Krim.

El día 31, como bien explica Colomar-Cerrada en su dossier, cambió brevemente la situación cuando, desde el aeródromo, se enviaron dos camiones cargados de agua hacia la alcazaba. El regalo fue bien recibido por los defensores, que se propusieron devolver el favor a sus hermanos ubicados a pocos kilómetros.

«Los recién llegados, a su vez, cargaron una caja de proyectiles de los que eran deficitarios en el puesto y que también en el fuerte empezaban a escasear, junto con algunos sacos con víveres de los que también los defensores de la acazaba habían establecido un riguroso racionamiento. Nada más que el camión alcanzó el terraplén ferroviario los hombres del recinto amurallado pudieron oir una fuerte descarga que acabó con la vida del conductor del camión y de su acompañante, adueñándose la morisma de toda la carga», señala Colomar-Cerrada.

Adiós a las defensas

Disparos y disparos. Muertos y muertos. Mientras la alcazaba resistía a pesar de la escasez de agua, los hombres del aeródromo perdieron soldado tras soldado hasta que poco pudieron hacer. En ese momento de máxima desesperación, viéndose superados por los rifeños, tomaron una decisión sumamente dura, pero necesaria.

«En la imposibilidad de seguir defendiendose, a los nueve días prendieron fuego al aeródromo y a los aparatos Havilland que en él se guardaban. Al mismo tiempo, los defensores [que quedaban] se replegaron hacia la alcazaba de Zeluán», explicaba el diario ABC el 9 de agosto. Luego vino la rendición, en la que acabaron en manos moras el teniente Vivancos y el alférez Maroto.

La mayor traición al ejército español

Tras la caída del aeródromo, la alcazaba de Zeluán continuó su heroica resistencia. Una defensa con fecha de caducidad, pues los militares sabían que poco podían hacer ante los miles de moros que les asediaban, ante la sed y ante el hambre. Quizá por ello, o quizá por salvar la vida de los civiles que se ubicaban en el interior de la fortaleza, Carrasco decidió parlamentar con el líder de aquel contingente: el caíd (líder) Ben Chelal, de la cabila de Benu bu Ifrur y jefe de los Ulat Chaib (tal y como explica Colomar-Cerrada en su obra «El Infierno De Axdir. Prisioneros Españoles en el Rif 1921-1923»).

El momento de parlamentar fue la caída de la tarde. Y los encargados de ello un tal Jiménez Pajero, un trabajador de la empresa «La Colonizadora», y su intérprete. Ninguno de los dos regresó a la alcazaba. La tensión aumentó cuando el jefe rifeño señaló a voz en grito frente a los muros de la alcazaba que, o los soldados deponían las armas en la jornada siguiente, o serían pasados a cuchillo.



El cementerio de Zeluán

En contrapartida, el líder cabileño les aseguró que -si dejaban la fortaleza libre- no serían atacados hasta llegar a Melilla y sus soldados no asesinarían a ninguno de los civiles que se hallaban en el interior de la alcazaba. Al final, Carrasco envió al teniente Dalías, de Regulares, a parlamentar con Ben Chelal y decirle que sí, que pasaba por el aro (maldiciones de por medio) a cambio de la vida de los defensores y los civiles.

El día 3 se produjo la entrega de armas. «Nada más terminar la entrega de armas los defensores fueron despojados de las ropas, de los correajes, del dinero y, en general, de todo lo que los cabileños consideraban que pudieese tener algún valor. Sometidos a constantes amenazas, insultos y vejaciones, a empujones y a culatazos fueron colocados en fila y conducidos hacia un caserón que se encontraba por las cercanías», completa el experto.

Lo que se sucedió a continuación fue una de las mayores traiciones recordadas al ejército español. Y es que, cuando los militares estaban cerca del caserón, los rifeños dispararon contra ellos a quemarropa. Fue una masacre. Hombres casi desnudos, sin armas y con un valor demostrado, se enfrentaron a una muerte infame. En palabras de Colomar-Cerrada, los nativos no perdonaron a nadie. Los que se tiraron al suelo fueron rematados con alfanjes de forma despiadada; los que se metieron dentro de la vivienda fueron fusilados sin piedad, y los que trataron de escapar fueron cazados por jinetes.



Aspecto interior de la alcazaba tras la reconquista de Zeluán después de la derrota

Tras esta sangría, los que sobrevivieron fueron quemados vivos dentro del caserón. Por su parte, los civiles no corrieron una suerte mejor, pues fueron aniquilados en el interior de la alcazaba. Para terminar, cayeron los oficiales. «El capitán Carrasco y el teniente Fernández sufrieron de aquellas suertes tan espantosamente típicas: fueron atados el uno junto al otro, recibieron varios disparos y, finalmente, murieron quemados vivos delante de todos sus compañeros», explica David S. Woolman en su obra «Abd El-Krim y la Guerra del Rif».

Tampoco hubo piedad para los veterinarios. El primero en caer fue Ortiz, quien fue «vilmente asesinado» tras la capitulación. Algo parecido le ocurrió a Sánchez, como bien explicó ABC: «Sánchez añadiría a su caldiad de héroe la de mártir. Los rifeños no perdonarían al bizarro combatiente sus salidas al cementerio, donde tanto daño les produjo, ni la incansable defensa de Zeluán». Ambos dejaron este mundo.

Así se refirió Corrochano (redactor de ABC) a aquella matanza 4 de agosto en una crónica en la que hablaba de las novedades acaecidas en la zona. «Después de entregar Nador ¿a qué van los soldados a la kestinga? ¿Van a Zeluán? ¿A qué? Desgraciadamente, en Zeluán también se ha escrito la última página, más sangrienta que la de Nador, pues cuando se pactaba parece que hubo traición y han prendido fuego a la alcazaba. Si en Zeluán ya no queda nada por salvar. ¿A qué puede irse allí?».

Extraído del periódico ABC: http://www.abc.es/cultura/abci-aerodromo-zeluan-zeluan-donde-400-soldados-espanoles-fueron-aniquilados-tras-combatir-heroicamente-contra-miles-rifenos-201606210040_noticia.html

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